Érase una vez, érase que se era, una pluma y un papel, una esfera pegada a un palo, un palo, a veces, con dejillo, érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un hito, un nacimiento, un papel con cinco líneas, un garabato en forma de ge, un sombrero de negro, una cabeza de blanco con un cuerpo delgado y tieso. Érase una vez la música, y con ella, los músicos, y con ellos, los cantantes, y con ellos, las canciones. Érase una vez una melodía impregnada de acordes consonantes. Érase una vez una armonía persiguiendo una voz, acompañándola a todas partes. Y érase, al fin y al cabo, un arte incomparable, lleno de vida, de alegría y tristeza, de emoción y de expresión, de melancolía, de mensajes.
Éranse una vez –y menos mal, por nuestro bien, que fueron– los Clásicos, con mayúsculas. No nos referimos a Mozart, no nos referimos a Beethoven, ni nos referimos a Chopin. Nos referimos con estos Clásicos, ni más ni menos, a los que han marcado un punto en la música del último siglo, la música popular, asequible a todo el mundo y con capaz de soltar dos lágrimas, una por cada ojo, a quien la escuchara.
Y, por fin, gracias a Ellos, érase este nuevo apartado de Gran Música: los Clásicos de la Música.
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